“Ésta es una película que no le interesaba a Ethan, por eso decidí hacerla solo”, continúa Coen. ¿Cómo la hizo? En principio, abstrayéndola de tiempo y espacio, con vestimentas atemporales, palacios que consisten apenas en ventanas, arcos, dinteles, algún que otro pasillo. No usa el blanco y negro de alta definición para generar contrastes de luces y sombras, como Welles y Kurosawa, sino una luz abundante y pareja, con eventuales chorros cegadores cayendo sobre algún hemiciclo. El Macbeth de Joel Coen tiende a la abstracción, al vacío temporal, a un despojamiento casi absoluto. Todo ello para que el drama quede al desnudo, podría conjeturarse. Desnudo, a distancia y a baja temperatura. Pero una cosa es desdramatizar cuando el protagonista es un tipo elusivo, incognoscible, como el de El hombre que nunca estuvo allí, Un hombre serio e Inside Llewyn Davis, y otra cuando se trata de un trágico torturado por la culpa, la paranoia y los malos sueños.