Como ocurre con esa figura retórica en la que la carreta es colocada delante del caballo, invirtiendo no solo el orden lógico de los componentes sino subvirtiendo también su disposición práctica, a veces las películas tropiezan con sus propias buenas intenciones, al atribuirle a su necesidad de dar un mensaje un peso dramático que se impone incluso a la acción. Esto viene ocurriendo con algunas de las películas de Pixar, que durante unas dos décadas supieron ser un faro dentro del cine de animación, desde el estreno de Toy Story en 1995. Una característica que el estreno de Elementos viene a refrendar y no parece casual que su director sea Peter Sohn, quien también estuvo al frente de Un gran dinosaurio (2015), primer trabajo abiertamente fallido del estudio del veladorcito saltarín. No es que Elementos se encuentre al fondo de la lista de las películas de Pixar, porque a pesar de su abierta intención “misionera” también presenta algunas buenas ideas, gags bien resueltos y su estructura es más o menos sólida. Sin embargo, no son pocos los momentos en los que la evidencia del bendito mensaje se vuelve tan ostensible que parece salirse de la pantalla, para ubicarse por delante de la película misma. Ya la idea de contar una historia de amor entre opuestos, en un mundo en el que los cuatro elementos esenciales de la vida en el planeta (agua, fuego, aire y tierra) adquieren características antropomórficas, puede representar una luz de alerta.