Los Niños de Dios no se detiene en el testimonio y la palabra. Por el contrario, acumula imágenes de la casa donde habita la familia, deteniéndose con particular detalle en la pileta, en las figuras que el agua dibuja sobre la lona que la cubre o las figuras que trazan las gotas de lluvia. De igual modo el director inserta planos detalle del cuerpo de Francisco al ser auscultado por diferentes especialistas. Las presencias del agua y del cuerpo parecen hablar de balances y desequilibrios: los que se dan entre las fuerzas humanas y las de la naturaleza o aquellos que separan la salud de la enfermedad. Una forma poética de referir a las causas a través de sus efectos. A pesar de incluir revelaciones tan íntimas como duras, Farina evita cualquier atisbo de efectismo, buscando conectar con la sensibilidad de sus protagonistas, con su mirada positiva a pesar de todo y con la resiliencia de una red familiar a la que el trauma no ha conseguido debilitar. El material de archivo, que muestra las puestas en escena de la secta, le aportan al conjunto una atmósfera de irrealidad al límite de lo psicótico. “Somos sobrevivientes”, le dice Sol a su hermano, dejando en claro que no hay palabras, imágenes o material de archivo capaz de expresar de forma cabal algunos miedos y dolores que se empecinan en mantenerse inefables.