Hollywood tiene una larga tradición de directores rotulados como “artesanos”. No son, desde ya, hombres y mujeres que hagan películas con pocos recursos ni a espaldas de una industria cuyos límites temáticos, formales y narrativos son cada vez más infranqueables. Se trata de aquellos que, aun con plena consciencia de su rol de engranajes dentro de un sistema enorme, tienen la capacidad de traficar algo parecido a una mirada, dejando una huella propia en películas a priori impersonales. David Lowery es uno de ellos. Editor veterano, tiene una filmografía con decenas de cortos y seis largometrajes. A excepción de los dos primeros, el policial indie Ain't Them Bodies Saints (2013) y la muy buena, casi minimalista A Ghost Story (2017), Lowery se movió como pez en el agua entre los estudios (casi siempre Disney) filmando proyectos a los que supo insuflarle algo que escasea en el ala más mainstream del cine de aspiraciones familiares: corazón, tersura narrativa, personajes verosímiles y con motivaciones claras sin que esto implique ausencia de dobleces. Así ocurría con Mi amigo el dragón (2016), remake del film homónimo de 1977 en el que Lowery demostraba haberse alimentado con toneladas de Spielberg, y así ocurre ahora con Peter Pan & Wendy. La pregunta cae de maduro: ¿otra vez los dueños del castillo más famoso del mundo manoteando las joyas animadas del tío Walt para traerlas al presente con actores y un arsenal de efectos especiales? Se trata, efectivamente, de un nuevo eslabón de esa cada vez más larga cadena de remakes live action de clásicos de la compañía, misma cadena a la que a fin de mes se sumará La sirenita. Que allí la protagonista sea morocha en lugar de conservar los rasgos originales de la película animada de 1989 no hace más que encender las luces de alerta ante una potencial avalancha de corrección política. Aquí es distinto, quizás porque, al tratarse de una proyecto pensado y lanzado directamente en la plataforma Disney+, hubo menos mandatos, agenda y ejecutivos metiendo mano.