Resulta coherente, al final de cuentas, pensar que una de las revoluciones más vigorosas de la ópera la produjo, en pleno siglo XX, una obra que no es una ópera. Una merecida consagración de lo inverosímil para un género que a través de los siglos ha sabido disimular con los más variados artificios ese “regreso a la naturaleza de las palabras” que en los albores del siglo XVII empeñó a sus primeros ideólogos. Einstein on the Beach no tiene personajes ni un argumento lineal. No tiene cantantes en el sentido tradicional, porque tampoco tiene arias ni dúos ni nada parecido. No tiene personajes y mucho menos habla de lo que se anuncia en el título. Y sin embargo, desde su estreno en 1976 en aquel Festival de Avignon acostumbrado a los asombros, la creación escénica del músico Philip Glass y el teatrero y artista visual Robert Wilson, necesita todo lo que una ópera demanda, y más, para desplegar una cautivante forma de espectáculo, que todavía hoy mantiene intactas sus posibilidades de originalidad.