Princesas eran las de antes. Solícitas, calladitas, sumisas, dispuestas a cumplir con los deseos de los otros, dejando los propios para un futuro continuo. Bueno, ya no. Llámenlo como quieran: feminismo, tiempos modernos o patriarcado en crisis. La cosa es que las mujeres decidieron dejar de relegar para mañana la igualdad de derechos que se puede conseguir hoy. Una de las consecuencias es que toda una tradición en la que se las muestra siempre en segundo plano (detrás de todo gran hombre hay una gran mujer y bla, bla, bla…) comenzó a quedar obsoleta, dejando a las nuevas generaciones huérfanas de relatos con los que identificarse. Y como muerto el Rey, viva la Reina, se volvió necesario llenar ese vacío con un contenido acorde a los vientos de cambio. El cine, que nunca es ajeno a la realidad, decidió aportar a la causa su potencia narrativa (aunque no de forma desinteresada). La Princesa, dirigida por el vietnamita Le-Van Kiet, es un buen ejemplo de cómo la industria audiovisual dialoga con el contexto histórico, aunque el resultado no es el mejor en materia cinematográfica. El movimiento que la película propone es simple: toma un escenario que representa la lógica más conservadora y coloca ahí un personaje femenino fuerte para subvertirla. Y, en materia de reparto de roles de acuerdo al sexo, no hay nada más conservador que los cuentos de hadas. Ese es el universo en el que se encuentra atrapada esta princesa sin nombre, decisión que no tiene nada de inocente. Porque al llamarla solo Princesa se deposita sobre su identidad toda la carga simbólica con la que ese arquetipo de lo femenino ha sido alimentado durante milenios. ¿Y qué mejor forma de atacar al gen conservador que resignificar sus símbolos más potentes? Por eso, esta Princesa no responde al clásico modelo Disney, sino que lleva varios pasos más allá el giro que la casa del ratón comenzó a esbozar tímidamente en algunas de sus últimas películas.