La opera prima de la realizadora griega Jacqueline Lentzou, presentada el año pasado en la sección Encounters del Festival de Berlín, es de esas películas opacas, que suprimen información y obligan al espectador a acercarse a los personajes y sus avatares desde los márgenes, haciéndose preguntas en lugar de asistir a acciones y reacciones diáfanas. Lo evidente: una veinteañera llamada Artemis (Sofia Kokkali) regresa desde algún lugar a Atenas para cuidar de su padre, Paris, que parece haber sufrido algún evento cerebrovascular o bien los primeros achaques de una enfermedad degenerativa que lo ha dejado semi postrado. La relación padre-hija no es de las mejores, y ante la pregunta de un tercero la joven se refiere al convaleciente como su “tío favorito”. Cada situación cotidiana –darle de comer, ayudarlo a la hora del baño, masajear sus piernas– convoca en las facciones de Artemis los gestos más duros, una mezcla de desagrado y rencor. Durante buena parte del metraje, 66 preguntas a la luna no ofrece demasiadas pistas sobre las causas de esa distancia infranqueable, dibujando en la protagonista la silueta de un enigma. Lentzou interrupte el minimalismo de la narración con dos elementos aparentemente externos a la trama. Por un lado, la aparición de cartas de tarot que hacen las veces de “separadores”, como si se tratara de capítulos, que a su vez justifican de alguna manera el título de la película. Por el otro, una serie de registros de video hogareño fechados a comienzos de los años 90, que señalan hacia un pasado donde el término “familia” comenzaba a desintegrarse en sus formas más tradicionales (la madre de Artemis, divorciada, aparece en un par de momentos y el choque con su hija es instantáneo). En el presente, cada vez que los tíos, sobrinos y otros familiares directos de Artemis se dan una vuelta por la casa, casi como en un ritual obligatorio, el film adquiere un tono costumbrista e incluso grotesco. Son caricaturas con algo de obsceno: mientras la sobrinita dispara una horrible versión de una melodía clásica en su flauta dulce, los adultos conversan socarronamente sobre una aspirante a cuidadora de origen extranjero que poco y nada entiende de griego.