Una no oye bien, la otra fue operada de la cadera. Está la que no tiene una visión perfecta, culpa de una maculopatía, y el que repite varias veces la misma historia, como si no la hubiera contado nunca. Los protagonistas de El tiempo perdido tienen entre 70 y 80 años (o más), pero realizan una proeza reservada para espíritus jóvenes: una vez por semana se reúnen en un bar de la esquina de Lavalle y Libertad, para leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Siete mil páginas, a razón de varios párrafos por reunión, sin una meta estricta de tiempo (no se trata de clases; ellos lo llaman “club”). El fundador del grupo va por la quinta vez que lee la novela completa, y cada vez sigue descubriendo cosas nuevas. Como sucedía con el primer documental de María Álvarez, Las cinephilas, sobre un grupo de señoras que practican con devoción la pasión que el título indica, los protagonistas de El tiempo perdido (un título tan referencial como engañosamente autocrítico) son un grupo de ancianos a quienes una práctica artística (ser cinéfilo o bibliófilo son formas de arte) hace ser felices.