De un tiempo a esta parte la figura de Federico Manuel Peralta Ramos viene emergiendo del limbo de “loquito simpático e incomprensible”, al que la cultura dominante parecía haberlo condenado durante medio siglo. La avanzada de este re-conocimiento, literalmente dicho, fue el extraordinario film La ballena va llena (2014) performance cómica-política-documental basada en una premisa inconfundiblemente federiquiana. Más recientemente se sucedieron, se superpusieron casi, el imperdible opúsculo Del infinito al bife, que reconstruye su figura y sobre todo sus gargantuescas anédcotas de forma polifónica, y el mediometraje documental Mal de Plata, del artista plástico Juan Carlos Capurro. Además de alguna mención, por cierto, en el enciclopédico El Di Tella, tratado definitivo escrito por el colega Fernando García. Ahora, El coso se presenta como el intento más resuelto de rearmar una figura que, como bien lo expresa el título del librito de Esteban Feune de Colombi, parece extenderse de un cacho de carne a la parrilla al infinito y más allá. Se sabe: Federico Manuel Peralta Ramos nació en 1939, hijo del patriciado mismo de la nación, y falleció en 1992, poco después de las muertes casi simultáneas de sus padres. “Niño mal de familia bien”, como él mismo se definía, FMPR comenzó jugando al polo, practicando esgrima y estudiando arquitectura, hasta que a comienzos de los 60 largó todo para “pasarse” al mundo de las artes plásticas, que de un modo u otro ya no dejaría. La obra de Federico Manuel (“yo me llamo Federico, vos Federico Manuel”, buscaba lavarse las manos el padre de los destrozos prácticos y metafísicos ocasionados por el voluminoso hijo mayor) se destaca por la producción de un gigantesco huevo de yeso (que se fue cayendo a pedazos durante su exposición), unos cuadros llamados “pesados”, cargados de tanta pintura que ésta se ponía a chorrear en la galería de turno, e infinidad de manuscritos al paso, chorrera de aforismos dignos de un inadvertido Oscar Wilde de las pampas.