Juan Martín Del Potro lo visualizó y lo pudo concretar. En octubre pasado, con la certeza de que ya no querría pelear a fondo contra los dolores de su maltrecha rodilla derecha, se lo propuso como una meta, acaso la última gran meta de toda su carrera. Le pidió a su preparador físico Leonardo Jorge que lo pusiera a punto para jugar el Argentina Open y, en efecto, se rompió el alma durante tres meses para llegar en las mejores condiciones que su presente podría ofrecer. Y lo logró: la noche mágica en su país, con su gente, en mancomunión con el público y con su madre Patricia, que jamás lo había podido ver en un torneo del circuito, abandonó el plano metafísico para convertirse en una realidad.