Hay un punto en común en las entrevistas que dio Dwayne Johnson por el estreno de Black Adam: si normalmente los actores prodigan alabanzas a los creadores y se muestran contentos con el resultado que devuelve la pantalla grande, el hombre con la caja torácica del tamaño de un lavarropas respondía como si de él hubieran dependido todas y cada una de las decisiones artísticas y narrativas. Ese apego puede deberse a que se trata de su llegada al universo de los superhéroes, coronándose definitivamente como uno de los actores más populares, de los únicos capaces de traccionar público de múltiples edades a las salas, del Hollywood contemporáneo. También, por qué no, a que la idea de pensarse como superhéroe viene desde antes de incursionar en la actuación: vale recordar que Johnson se hizo famoso en la lucha libre, un terreno fértil para idolatrías tan fieles como las que generan los encapotados. Sea por el motivo que sea, lo cierto es que Black Adam es la película más alejada del tono descontracturado y liviano que suele caracterizar a sus trabajos. ¿Y el carisma de Johnson? Bien, gracias.