Así como la fiebre y la pérdida del olfato son heraldos del coronavirus, también puede decirse que el estreno de una película como Disco de oro resulta sintomático. La misma aborda la figura de Neil Bogart, productor y empresario artífice de Casablanca Records, sello independiente emblemático que en la década de 1970 “inventó” a Donna Summer y con ella a la música disco. Y que también fue responsable del lanzamiento a la fama de Kiss, uno de los grandes mitos del rock, de los queribles Village People, o la nave nodriza que cobijó a Parliament y Funkadelic, los lúdicos y desmesurados proyectos del gran George Clinton. Los retratos “rockeros” existen hace rato en el cine y alcanza con recordar que The Doors, de Oliver Stone, con Val Kilmer como réplica de Jim Morrison, cumplió tres décadas hace unos años. Pero desde Rapsodia Bohemia, la ópera biopic de 2018 sobre Freddie Mercury, la industria audiovisual encontró una veta que viene explotando de forma sostenida. Aunque las figuras del rock no lleguen al nivel de los superhéroes, el último gran parripollo del cine, estos retratos rockeros demostraron ser más que autosustentables. En 2019 Netflix produjo The Dirt, sobre los escandalosos Mötley Crüe y Elton John hizo lo propio con la estupenda y autocelebratoria Rocketman. En 2022 fue el turno del Elvis de Baz Luhrman. Incluso El amor después del amor, serie sobre Fito Páez que viene reventando las métricas de la N roja es ejemplo de lo redituable (y por qué no disfrutable) que puede ser este subgénero. Ese es el zeitgeist sobre el que se monta Disco de oro.