Elegida por España como precandidata al Oscar a Mejor Película Internacional (aunque luego no pasó ni el primer corte, quedando fuera de la short list de 15 títulos previa al anuncio de las cinco nominadas), Alcarràs llega a las salas locales con buenos antecedentes. Por un lado están los de su directora, Carla Simón, cuya opera prima, Verano 1993, fue una de las sorpresas de 2017, una de las mejores películas estrenadas ese año. Por el otro, los de la propia película, la segunda de esta cineasta catalana, que hace exactamente un año se alzó con el Oso de Oro en la Berlinale y cosechó 11 nominaciones en los Goya, aunque al final no se llevó ninguno. Los puntos de contacto entre las dos películas no son pocos, tanto que podrían formar parte de una misma saga. Ambas transcurren en una España rural casi al margen del tiempo, están narradas con un ritmo que respeta la cadencia de la vida en esos espacios, fueron fotografiadas con una luz anaranjada mágica y crepuscular, y la mirada infantil es fundamental a la hora de darle forma al relato. Pero si esto último constituía el núcleo de Verano 1993, en Alcarràs es apenas una de varias líneas que se entrelazan para contar una historia organizada a partir del modelo coral. De esta forma se cuenta la vida de una familia que vive de la cosecha del durazno y que está a punto de perder sus tierras, cuya propiedad dependía de un endeble y arcaico acuerdo de palabra entre el patriarca y un viejo amigo que acaba de fallecer.