La primera línea de diálogo de Earwig se escucha bien pasada la frontera de los veinte minutos. Hasta ese momento se asiste a una serie de rituales extraños, realizados en absoluto silencio y de forma metódica. En una casa antigua, cuyos pisos de madera crujen ante cada pisada, un hombre cuida de una niña, que tendrá unos diez o doce años a lo sumo. Ese cuidar implica cocinarle y vestirla, pero también vigilarla por las noches, observar su actitud y disposición, su apetito y salud. También cambiarle la dentadura cada cierta cantidad de días. Mia, la niña, no posee dientes propios, por lo que anda paseándose con un particular artilugio que recoge su baba, materia prima para la manufactura de dientes postizos congelados. Cada tanto suena el teléfono y un hombre del otro lado le da instrucciones al cuidador, de nombre Albert, que sólo sale de la casa por las noches, cuando la niña duerme. Mia, en tanto, no cruza nunca ese umbral y el hecho de que no pronuncie palabra alguna parece señalar un extenso aislamiento. Tal vez Mia esté siendo preparada para alguna clase de misión, un destino especial, aunque nada parece seguro, excepto su condición esclava.