Una joven de cabellos azul verdosos de quien el espectador nunca conocerá el nombre –en ese anonimato se adivinan intenciones arquetípicas– se despierta gracias a la alarma del teléfono celular. La chica se prende un pucho y luego procede a lavarse los dientes y tomar unos mates, en ambos casos con agua embotellada (no hace falta subrayarlo: se adivina la falta de agua corriente). De allí a esperar el colectivo que la llevará, como todos los días, del conurbano a la ciudad, a la pequeña imprenta donde trabaja como empleada de limpieza. Al sonido rítmico de los grandes mecanismos de tampografía, la banda de sonido le suma acordes electrónicos de la banda Mueran Humanos y otros colaboradores musicales. La máquina, desde luego, ya no promete unirse al humano en perfecta simbiosis, como ocurría en El hombre de la cámara, pero la alienación tampoco es del orden chaplinesco en Tiempos modernos: la muchacha está detrás/debajo de la línea de montaje, barriendo los pisos luego de que la faena ha tenido lugar, ordenando despachos. Pero “está en blanco”, como destaca su compañera de trabajo en más de una ocasión.