El recorrido que fue trazando Álex de la Iglesia a lo largo de su filmografía puede resultar confuso y el estreno de Veneciafrenia, su último trabajo, aporta a ese desconcierto. Fue en 1995, con el estreno de su segunda película, El día de la Bestia, que el cineasta español se ganó el reconocimiento global y su prestigio creció durante los siguientes cinco años, gracias a trabajos como Muertos de risa (1999) o La comunidad (2000). En todas ellas, el humor negro, la violencia como recurso para la comedia física y la voluntad de mantenerse dentro del esquema narrativo del cine clásico están puestas al servicio de relatos que muestran gran inteligencia en la construcción cinematográfica. Con mayor o menor éxito, todas ellas son películas que dan cuenta de una identidad y de una búsqueda capaz de producir artefactos desafiantes. Pero a partir de ahí, sus trabajos siguientes comienzan a mostrar distintos signos de fatiga, convirtiendo lo que hasta ahí eran rasgos autorales en repetición. En Veneciafrenia todo eso vuelve a aparecer. Primero, la decisión de narrar haciendo pie en estéticas canónicas. En este caso, el modelo impuesto entre las décadas de 1960 y 1970 por el giallo italiano. Luego, la hibridación de géneros que esta vez repite la receta más habitual en su filmografía: la de combinar comedia y terror. Para ello ambienta el relato en Venecia, ciudad que responde a varios paradigmas. Por un lado, el del espacio que ve afectada su identidad debido a la sobrexplotación turística; por el otro, el de la ciudad laberíntica y enigmática, ideal para albergar misterios. Como protagonistas elige a cinco jóvenes españoles, que viajan hasta la perla del Véneto en busca de unas vacaciones descontroladas, otro modelo prefabricado que De la Iglesia toma prestado de Hollywood.