Formado en las tablas británicas bajo el influjo de grandes obras clásicas, con las de Shakespeare a la cabeza, Branagh –cuya ductilidad lo lleva a alternar proyectos más personales con otros de la factoría Disney, como Thor o la remake live-action de La cenicienta– se toma las cosas en serio, entendiéndose por “seriedad” no la ausencia de un espíritu lúdico –casi todo whodunit tiene una pátina juguetona entre sus pliegues-, sino el hecho de apostar por un relato vaciado de esas canchereadas o guiños tan de moda en el cine contemporáneo. Lo que hay aquí es una adaptación respetuosa del texto de Agatha Christie y de espíritu old-fashioned, casi demodé. De hecho, si no fuera por los ultradigitales y un tanto ridículos planos generales que sobrevuelan el río que atraviesa Egipto –donde trascurre la acción, a excepción de un prólogo ambientado en la Primera Guerra Mundial que explica el origen del voluminoso bigote rizado de Poirot–, Muerte en el Nilo podría ser una película fechada varias décadas atrás.