La cosa es más o menos así: una nena de origen asiático está juntando saltamontes en un bosque, hasta que la interrumpe un gigantón con intenciones en principio desconocidas, pero difícilmente positivas para la menor. Él, amable y atento, le habla sobre generalidades, y poco a poco va revelando la idea de un sacrificio que debe hacer su familia, haciendo que corra desesperada a la cabaña que alquilaron sus padres adoptivos para unos días de vacaciones. Mientras intenta explicar lo ocurrido, el hombre, secundado por tres personas, toca la puerta y comienza un ida y vuelta acerca del motivo de su visita: efectivamente, está ahí porque asegura que el Apocalipsis es inminente, que la única manera de evitar el Fin –así, con mayúsculas, porque todo en esta película es con mayúsculas– es que alguno de ellos tres (los padres o la nena) decidan sacrificarse en pos de redimir a la humanidad entera. De allí en más, poco más de una hora de negociaciones, muertes y un misticismo digno de un convento.